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Historia del Centenario

Los estigmas sagrados

 

De la Legenda Maior de San Buenaventura (FF 1224-1227)

 

Dos años antes de que entregara su espíritu a Dios, después de muchos y diversos trabajos, la divina Providencia lo apartó y lo condujo a una elevada montaña, llamada la montaña de La Verna. Allí había comenzado, según su costumbre, a ayunar la Cuaresma en honor de San Miguel Arcángel, cuando empezó a sentirse inundado de extraordinaria dulzura en la contemplación, inflamado con llamas más vivas de deseos celestiales, colmado de dones divinos más ricos. Se elevó a aquellas alturas no como importuno escrutador de la majestad, oprimido por la gloria, sino como siervo fiel y prudente, empeñado en buscar la voluntad de Dios, a la que anhelaba con supremo ardor conformarse en todas las cosas. El ardor seráfico del deseo, por tanto, lo deliraba en Dios, y un tierno sentimiento de compasión lo transformaba en Aquel que quería, por exceso de caridad, ser crucificado. Una mañana, al acercarse la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, mientras oraba en la ladera de la montaña, vio descender de la sublimidad de los cielos una figura semejante a un serafín, con seis alas tan brillantes como ardientes: con vuelo rapidísimo, planeando en el aire, se acercó al hombre de Dios, y entonces apareció entre sus alas la efigie de un crucificado, que tenía las manos y los pies extendidos y confinados en la cruz. 

 

Dos alas se alzaron sobre su cabeza, dos se desplegaron para volar y dos velaron todo su cuerpo. Ante aquella visión se quedó muy asombrado, mientras la alegría y la tristeza inundaban su corazón. Sintió alegría por la suave actitud con que se vio mirado por Cristo, bajo la figura de los serafines. Pero al verlo confinado en la cruz, atravesó su alma con la dolorosa espada de la compasión. Contempló, lleno de asombro, aquella visión misteriosa, consciente de que la flaqueza de la pasión no podía coexistir con la naturaleza espiritual e inmortal del serafín. 

 

Pero a partir de aquí comprendió finalmente, por revelación divina, el propósito por el que la providencia divina le había mostrado aquella visión, a saber, el de hacerle saber de antemano que él, el amigo de Cristo,estaba a punto de ser transformado totalmente en el retrato visible de Cristo Jesús crucificado, no por el martirio de la carne, sino por el fuego del espíritu. Al morir, la visión dejó un ardor maravilloso en su corazón, y signos igualmente maravillosos dejó impresos en su carne. Inmediatamente, en efecto, en sus manos y en sus pies comenzaron a aparecer señales de clavos, como las que acababa de observar en la imagen del crucificado.

 

Las manos y los pies, justo en el centro, se veían clavados a los clavos; las cabezas de los clavos sobresalían por la parte interior de las manos y la parte superior de los pies, mientras que las puntas sobresalían por el lado opuesto. Las cabezas de los clavos en las manos y en los pies eran redondas y negras; las puntas, en cambio, eran alargadas, dobladas hacia atrás y como remachadas, y sobresalían de la propia carne, sobresaliendo por encima del resto de la carne. El costado derecho estaba como atravesado por una lanza y cubierto por una cicatriz roja, de la que a menudo emanaba sangre sagrada, que empapaba la sotana y los pantalones. Así, el verdadero amor de Cristo había transformado al amante en la imagen misma del amado.

 

Mientras tanto, se completaba el número de los cuarenta días que se había reservado para pasar en soledad, y llegaba también la solemnidad del Arcángel San Miguel. Así pues, el hombre angélico Francisco descendió de la montaña: y llevaba en sí la efigie del Crucificado, representada no en tablas de piedra o de madera por la mano de un artista, sino dibujada en su carne por el dedo del Dios vivo. Y como es bueno ocultar el secreto del rey, éste, consciente del don secreto, ocultó en lo posible aquellos signos sagrados. Pero pertenece a Dios revelar para su propia gloria las maravillas que realiza, y por eso Dios mismo, que había impreso aquellos signos en secreto, los dio a conocer abiertamente por medio de milagros, para que el poder oculto y maravilloso de aquellos estigmas se revelara claramente en la claridad de los signos.

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